Atlas de Geografía Humana.
Publicado el: 12 julio, 2021, por : admin
Ramón siempre me había parecido, sobre todo, un genio, pero de los de verdad, de los auténticos. Cuando le conocí, yo era una simple teclista del departamento de Fotocomposición, y él venía del Área de Informática, donde se dedicaba básicamente a hacer chapuzas —diseñar modelos de facturas y papel de correspondencia, programar para Contabilidad, ajustar diversas bases de datos a las necesidades de cada cargo intermedio—, un trabajo tan sórdido y deprimente que no se lo pensó dos veces cuando le sugirieron que montara un departamento de Autoedición dentro de la casa. Yo tampoco dudé al enterarme de que andaba seleccionando personal. Al terminar la prueba, sólo me hizo dos preguntas.
—¿Te dan miedo los ordenadores?
—No —contesté—. A-al contrario, me gustan.
—Ya, pero supongo que nunca has jugado en una máquina de videojuegos de un bar.
—¡Cla-aro que sí! —protesté con vehemencia, una fracción de segundo antes de sospechar que estaba metiendo la pata—. Bueno, a veces… A-al Tetris y al Comecocos, sobre todo.
Entonces me contrató, y desde el primer momento me di cuenta de que lo tenía todo en contra, y precisamente por eso —y porque era muy moreno, muy miope, muy rechoncho, muy torpe con las manos y absolutamente encantador, y sobre todo eso, un genio— decidí viajar en la cubierta de su mismo barco, exponiéndome de cuerpo entero a los tomates y a los huevos podridos. Toda la casa esperaba que Ramón fracasara. Mis antiguos jefes de Fotocomposición —que no querían depender de nadie—, los responsables de producción —que se llevaban comisión de las fotomecánicas y las imprentas—, los editores de libro de texto —que no tenían ni idea de las nuevas tecnologías ni ganas de tenerla—, los maquetistas y diseñadores —que no estaban dispuestos a reciclarse—, los editores gráficos —que se negaban a manipular las ilustraciones desde un teclado—, y hasta los de Administración —porque para montar la primera pecera nos habíamos comido la mitad de su espacio—, es decir, aproximadamente todos los trabajadores del grupo, dedicaban la mayor parte de sus horas muertas a conspirar junto a las máquinas de café, haciendo quinielas sobre la fecha aproximada de nuestra ruina, calculándola, invocándola, paladeándola por adelantado.
Pero cuando los dos ya habíamos pasado por encima de toda clase de averías extravagantes, y habíamos comprobado la inutilidad esencial de todos los diccionarios informáticos del mercado, y habíamos aprendido que las fuentes que hacían falta nunca se comercializaban en España y había que pedirlas con dos meses de antelación al Valle de Adobe —California, USA—, y habíamos invertido fines de semana enteros en descifrar manuales ininteligibles para traducirlos de verdad al español, y nos habíamos roto la cabeza varias veces para inventarnos boliches, flechas diagonales, manitas con el dedo estirado, estrellas de siete puntas —no valían las de cinco, mira por dónde, ni valían las de seis, ni valían las de ocho— y cualquier otro tipo de putada gráfica que nos hubieran encargado desde cualquier departamento esa pandilla de cabrones que así se consolaban de no haber podido desnucarnos a pedradas, en resumen, cuando tuvimos claro que íbamos a triunfar, Ramón consiguió que me subieran de categoría, y en el primer momento de paz, empezó a hablarme en un tono en el que nadie se había dirigido a mí jamás.
—Tú sabes de sobra que esto es el futuro. Marisa, nosotros no hemos hecho más que empezar.
Solía arrancar así, hablando lentamente con un acento neutro, informativo, casi profesoral, como una bandera blanca entre las manos de un soldado desarmado.
—Dentro de poco, quizás hasta antes del 2000, en diez años, a lo mejor sólo en cinco, todas las editoriales de este grupo, y las de fuera, y hasta las independientes, habrán montado su propia Autoedición. Es más barato, es más rápido, es más directo, es mejor, lo mires por donde lo mires, y en informática los precios no hacen más que bajar, es de cajón, no te estoy contando nada nuevo…
[…]
—Tú sabes muchísimo de cosas que sabe muy poca gente, y estás desperdiciada, porque dominas la práctica pero no conoces bien la teoría, y lo que tendrías que hacer sería ponerte a estudiar, pero ya, QuarkXPress, Ventura Publisher, Photoshop, McLink… ¡No me pongas esa cara, por favor! Tampoco son tantos, y estás harta de usarlos.
[…]
El teléfono atronaba desde el otro lado de la puerta, pero todavía me concedí tres timbrazos. Cuando descolgué, ya estaba sentada en mi silla y contemplaba un familiar paisaje de facturas, bandejas de diapositivas, galeradas corregidas y por corregir, juegos de fotolitos, y otros plácidos ingredientes de mi vida cotidiana, una especie de bodegón editorial que me tranquilizó lo suficiente como para imprimir a mi voz un desapasionado tono profesional.
[…]
—Marisa, por favor, tengo que hablar un momento contigo —murmuré, mientras dirigía una temerosa mirada al ordenador destripado que yacía encima de su mesa, para consolarme inmediatamente después, al darme cuenta de que no era el suyo—. Es una emergencia…
—¿Otra? —me preguntó, con cara de susto—. ¡Qué lunes llevo, Dios mío, qué lunes…! Ha-as vuelto a meterle al PhotoShop pa-arámetros imposibles, ¿verdad?, como si lo viera. Y se te ha colgado el sistema, ¿no? Claro. Te tengo dicho que un escá-aner no es una cafetera, tía, hay que tratarlo con cuidado…
Almudena Grandes